Perú muestra que el vaciamiento democrático puede venir no de una concentración de poder, sino de un proceso contrario. Las democracias no solo entran en crisis cuando sus elementos liberales colapsan, sino también cuando sucumben los componentes representativos. Y esta constatación se puede extender a otros países de la región. Por esa razón es importante estar atentos y revisar los procesos y comportamientos en Argentina .
Fragmentación y circulación. Desde el final del gobierno altamente centralizado y autoritario de Alberto Fujimori (1990-2000), Perú se fragmentó política y electoralmente. En 2001, los dos candidatos que alcanzaron la segunda vuelta, Alejandro Toledo y Alan García, sumaron 62% de los votos. Veinte años después, Pedro Castillo y Keiko Fujimori apenas consiguieron entre ambos 32%, y la segunda no recogió siquiera uno de cada diez de los electores habilitados para votar. Es decir, grandes porciones de la sociedad no encuentran representación efectiva.
Pero el poder no solo se ha fragmentado, también ha circulado mucho. De 2001 en adelante, los partidos que estuvieron en el poder fueron testigos de cómo su poder desaparecía en la siguiente elección. A la voluntad inalterable de los peruanos de castigar severamente a sus políticos se sumaron distintas normas que acabaron con la posibilidad de reelegirse tanto en los niveles subnacionales como en el Congreso. Como las estaciones, los políticos llegan y se van.
Amateurismo político. La alta circulación está relacionada con el amateurismo político. En Perú, es legión la gente que debuta en política con cargos de la mayor responsabilidad. De hecho, si hace cinco años se hubiera preguntado a los peruanos por Manuel Merino, Francisco Sagasti, Pedro Castillo o Dina Boluarte, nadie habría podido identificarlos. De los últimos diez presidentes peruanos, seis nunca habían ganado previamente una elección para ningún cargo. Este amateurismo radical está en la raíz de decisiones absolutamente torpes, como el golpe de Estado frustrado de Pedro Castillo, por el cual acabó preso dos horas después. Las elecciones ya no son entonces un mecanismo pacífico de competencia y disputa por el poder, sino una suerte de lotería.
Ausencia de vínculos con la sociedad. Los partidos políticos peruanos carecen de vínculos con la ciudadanía, ni programáticos ni personalistas ni clientelares. Son apenas una inscripción en el registro de organizaciones políticas que los autoriza a presentar candidatos para las distintas elecciones. O acaso habría que decir que los autoriza a subastar candidaturas. Así, una vez elegidas las autoridades, estas no mantienen un vínculo que los lleve a considerar necesario rendir cuentas ante el electorado. No surgieron en la política por tener conexiones fuertes con la sociedad y desaparecerán de la política sin esperanza de reemerger. Un buen ejemplo de esta dinámica es la del ex-alcalde de Lima Jorge Muñoz: fue elegido sorpresivamente en 2018 y también de manera sorpresiva fue destituido en 2022. La capital del país y sus diez millones de habitantes se quedaron sin autoridad municipal. Nadie lo vio venir y, más importante, a nadie le importó. La democracia vaciada.
La acción conjunta de estas tres características ha eliminado las condiciones para el funcionamiento de la democracia. Los políticos llegan sin pasado, saben que no tienen futuro y, así, no tienen incentivos para rendir cuentas ante nadie. Solo poseen un presente que nadie sabe cuánto durará y durante el cual no deben responder sino ante sus financiadores. Se trata de una fórmula para producir políticos irresponsables y depredadores, sin incentivos para hacer funcionar los mecanismos básicos de la democracia. Más que políticos, lo que queda son aves de paso, ocupantes ocasionales del poder, que buscan arranchar cuanto pueden del Estado. No le deben nada a nadie: ni a un líder partidario ni a una constituency.
Boluarte es la más reciente exponente de este tipo de personaje. Aunque sabe desde el inicio de su mandato que es rechazada por la mayoría del país, no le importa. No le debe la Presidencia sino al azar y es consciente de que no tiene ningún porvenir en la política peruana. Ergo, la amateur presidenta gobierna con el apoyo de los poderes que intentaron descarrilar antidemocráticamente la elección de su plancha presidencial (era vicepresidente de Castillo), y si el precio para disfrutar de su lotería presidencial es abrir fuego contra la ciudadanía, lo paga sin dudar. Ni las convicciones ni los incentivos la empujan en dirección democrática. Es la degradación mayor del político irresponsable. Y una democracia en la que no se responde por las acciones de gobierno ya no se parece a una democracia.
En tal contexto de vaciamiento no es casualidad que fuerzas de facto emerjan para llenar el poder vacante. Desde hace un lustro, los militares han tenido mucho mayor protagonismo en la política peruana de lo que una democracia debería permitir y, probablemente, más del que ellos mismos quisieran asumir. Hoy son una pata central para la estabilidad del gobierno de Boluarte, y ella y su premier Alberto Otárola han demostrado que no piensan dar cuenta de las violaciones a los derechos humanos señaladas por organismos internacionales.
¿También en la región?
Ahora bien, ¿este proceso tiene manifestaciones fuera de Perú? Creemos que sí. Aunque al plantear esta comparación hay tener en cuenta tres cuestiones: (a) lo importante no es si los casos son idénticos al peruano, sino advertir movimientos y tendencias semejantes; (b) la situación de la democracia en cada país es muy diferente y, por tanto, también lo es el punto de partida de estos procesos; (c) como producto de lo segundo, el proceso de vaciamiento democrático puede producir consecuencias distintas. Pero en todos los casos observamos combinaciones de fragmentación y circulación del poder, la llegada de outsiders y la ruptura del lazo entre política y sociedad y, por tanto, un proceso que eventualmente puede derruir la democracia no por la concentración del poder, sino por su dilución.
Uno de los ejemplos más claros de vaciamiento democrático es el de Guatemala. El actual presidente Alejandro Giammattei llegó a la segunda vuelta presidencial en 2019 con 14% de los votos y ganó la segunda con un ausentismo de 57%. El Congreso guatemalteco está poblado de «tránsfugas» (parlamentarios que circulan de partido en partido sin mayores lealtades). En la elección que se llevará a cabo este año, ninguno de los candidatos genera gran entusiasmo en el electorado. Lo cual es normal: en una democracia vaciada, dominada por intereses particulares y de corto plazo, en la que desaparece el interés general, es muy difícil construir entusiasmo y mucho menos legitimidad. Lo que hace peculiar al caso guatemalteco es que los políticos impopulares e irresponsables han formado (junto con otros poderes, empresariales, militares y mediáticos) lo que allí llaman el «pacto de corruptos» que busca –y, por el momento, consigue- que los candidatos que pongan en peligro la impunidad sean eliminados de la carrera electoral. Gracias al control de distintas instituciones estatales, tanto en la elección de 2019 como en la de 2023 se ha eliminado a candidatos presidenciales ajenos al pacto. El resultado para la democracia es que se ha instalado lo que el politólogo Omar Sánchez-Sibony llama un «autoritarismo de coalición». O, podríamos decir desde el lado anverso, un autoritarismo sin dictador.
En el atribulado Ecuador de hoy también encontramos señales de vaciamiento democrático. Si, al igual que Perú, Ecuador nunca tuvo un sistema de partidos fuerte, lo poco que había terminó de colapsar con el gobierno de Rafael Correa, quien, en un modo semejante al de Fujimori, nunca tuvo mayor interés ni logró construir una organización con implantación en la sociedad. Ausente el líder carismático, se hizo patente la dilución del poder. En una dinámica muy semejante a la peruana, en la última elección Guillermo Lasso pasó a segunda vuelta con menos de 20% de votos y triunfó debido a la polarización anticorreísta. En una encuesta de febrero de este año (Perfiles de Opinión), Lasso obtenía menos de 13% de aprobación y la Asamblea Nacional apenas superaba el 10%. Así, desde el inicio, se trató de una presidencia débil, que hoy enfrenta un proceso de destitución promovido por un Poder Legislativo también altamente impopular. En el nivel subnacional, finalmente, se refleja un proceso semejante: los dos últimos alcaldes de Quito fueron elegidos con 21% y 25% de los votos.
Asimismo, los partidos han perdido la capacidad de retener a los políticos. Más bien, en palabras del politólogo Simón Pachano, cada político busca ser «cabeza de ratón» y así tentar suerte de manera individualista en las distintas elecciones del país. Por ejemplo, Yaku Pérez, quien llegó tercero en la elección de 2021 con el movimiento Pachakutik, ya formó su propia organización. Y la fragmentación no parece que vaya a revertirse en el futuro. Fuera de una eventual candidatura de Correa -hoy impedido legalmente de postular-, los potenciales candidatos no generan grandes adhesiones.
En Colombia encontramos algunas dinámicas semejantes. El ex-presidente Iván Duque -una última expresión de la influencia del ex-presidente Uribe sobre el sistema político- pasó sus últimos años con una desaprobación que superaba el 70% y sufrió un estallido social en dos tiempos que ponía en escena un gobierno de muy baja legitimidad que, al igual que en Chile o Perú, debió acudir a formas graves de represión para sofocarlo. Las elecciones presidenciales del año pasado también reprodujeron estas dinámicas de desconexión entre la política y la sociedad. Con excepción de Gustavo Petro, que recogía un apoyo importante y constante, el resto de los candidatos apenas si llegaba a los dos dígitos. Un proceso de primarias y alianzas redujo esta dispersión, aunque, en una movida tradicional en un sistema vaciado, por fuera de estos acuerdos e impulsado por TikTok, creció Rodolfo Hernández, un outsider «anti-establishment» que, sin representar ningún tipo de plataforma política, se quedó a tres puntos de ser presidente de Colombia.
Más allá de América Central y los países andinos, donde la política ha tendido a la inestabilidad, un país como Chile atraviesa un proceso en el que también se distinguen elementos de vaciamiento. Como ha señalado el politólogo Juan Pablo Luna desde hace varios años, el sistema político chileno asemeja a una lechuga hidropónica: luce muy bien, pero carece de raíces. Lo ejemplificó el segundo gobierno de Sebastián Piñera: ante el estallido, aseguró estar en guerra, sus índices de aprobación cayeron por debajo de 10% y se salvó por poco de la destitución. Y podríamos agregar que lo representa también la suerte actual del presidente Gabriel Boric, cuya coalición ha quedado en posición de minoría tras los resultados de las elecciones del 7 de mayo de este año para un Consejo Constitucional que debe redactar una nueva constitución.
Partidos y políticos han perdido sus vínculos con la sociedad. La primera Convención Constitucional, tras el estallido, fue ocupada mayoritariamente por independientes que a la postre produjeron un proyecto de Constitución que fue abrumadoramente rechazado. Es decir, ni los partidos ni los independientes llenan el vacío. Y las presidenciales de 2021 repitieron una dinámica de fragmentación y circulación del poder: Gabriel Boric, José Antonio Kast, Franco Parisi y Sebastián Sichel –los cuatro primeros puestos de la primera vuelta– encabezaban movimientos nuevos y por fuera de los partidos tradicionales. Solo en el quinto puesto llegaba la candidata de la Democracia Cristiana con 11%. El triunfo del Partido Republicano en la elección de convencionales del 7 de mayo consolidó este desplazamiento de los partidos tradicionales. A esto se suma una Cámara de Diputados fragmentada en 21 partidos, algo que parecía ser propio del Poder Legislativo brasileño. En el nivel municipal, hoy 25% de las alcaldías están en manos de independientes, el doble que hace cuatro años.
Reflexiones finales
Lo que hemos expuesto en este artículo no sugiere que los países reseñados atraviesen una coyuntura idéntica: Guatemala ya no es una democracia (The Economist Unit lo califica como «régimen híbrido» y V-Dem, «autocracia electoral»), mientras que no podemos imaginar un escenario en el que Chile dejara de serlo. Lo que se subraya aquí es un proceso común que tiene rasgos de lo que llamamos un vaciamiento democrático, proceso que puede llevar a distintos tipos de resultado. Pero en todos los casos se afecta el funcionamiento de la democracia y esto, eventualmente, puede llevar a su muerte. El llamado de atención de Perú para la región es que las democracias pueden morir por dilución del poder, y que acostumbrados como estamos a la amenaza de la concentración, este peligro pasa desapercibido. Es decir, únicamente solemos considera que la democracia está en situación crítica cuando sus elementos liberales colapsan, pero no le damos igual importancia cuando sucumben los componentes representativos. El caso peruano demuestra que el colapso de la dimensión representativa puede afectar también la liberal. Una democracia sin poder representativo corre el riesgo ya no solo de ignorar las demandas de la ciudadanía, sino también de violentar sus libertades más básicas. El vaciamiento de la democracia peruana es un caso extremo, pero el vaciamiento de la representación es un problema que atañe a muchos países en la región.
Autores : Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara. ( Nueva Sociedad)